Quiero compartir una lectura que encontre en internet me lleno de mucha reflexion y creo que servira a muchas de nosotras y a los papitos también.
Como madre, le doy un gran valor a cada nota que recibo de mis hijas,
ya sean garabatos indescifrables o cartas con caligrafía perfecta. Pero
el Día de la Madre recibí de mi hija de 9 años un poema que significó
mucho para mí. De hecho, la primera línea me hizo contener el aliento
mientras cálidas lágrimas se deslizaban por mi rostro.
"Lo importante de mi mamá es... que siempre está ahí para mí, incluso cuando me meto en problemas."
Verás, esto no fue siempre así.
En el medio de mi vida extremadamente distraída, comencé una nueva
práctica que era muy diferente a mi comportamiento usual. Me convertí en
una gritona. No lo hacía siempre, pero eran momentos que vivía muy
intensamente, como cuando se infla demasiado un globo y éste explota,
causando sobresalto y temor.
Pero ¿qué me hacía perder la calma ante mis hijas de 3 y 6 años? ¿Era
que ella insistía en buscar tres collares más y sus anteojos favoritos
cuando ya estábamos llegando tarde? ¿Era que quería servirse sola su
cereal y tiraba la caja entera en la mesa de la cocina?
¿Fue que ella se tropezó y rompió un ángel de vidrio que era muy
especial para mí, a pesar de haberle dicho que no lo tocara? ¿Fue que
luchó como un boxeador para no dormirse justo en el momento en que yo
más necesitaba paz y tranquilidad? ¿Será porque las dos pelearon por
cosas insignificantes como por ejemplo, quien era la primera en salir
del coche o la que tenía más salsa de chocolate en su helado?
Si, eran ese tipo de cosas típicas que les suceden a los niños que me irritaban hasta el punto de hacerme perder el control.
No es fácil reconocer esto. Así como tampoco es fácil revivir esa
etapa de mi vida, porque, siendo honestos, me odiaba a mí misma cuando
me sucedían esas cosas. ¿En qué me había convertido que tenía que gritar
a las dos preciosas personitas que más amaba en la vida?
Déjame contarte como era mi vida en aquel entonces:
Mis distracciones:
El uso excesivo del teléfono, la sobrecarga de compromiso, mis
extensas listas de tareas, y la búsqueda de la perfección me estaban
consumiendo. Y gritarle a los que amaba fue el resultado directo de la
pérdida de control que estaba experimentando en mi vida.
Inevitablemente, me derrumbé. Y lo hice precisamente en la intimidad
de mi hogar, en la compañía de aquellos que eran lo más importante en mi
vida.
Hasta que un triste día…
Mi hija mayor se había subido en un taburete y estaba buscando algo
en la despensa cuando accidentalmente tiró un paquete entero de arroz en
el piso. Una lluvia de diminutos granos se esparció en el suelo. Al ver
eso, los ojos de la pequeña se llenaron de lágrimas. Y fue ahí cuando
pude ver el miedo en sus ojos al prepararse para el regaño violento de
su madre.
“Me tiene miedo”,_pensé con la más dolorosa comprensión que te
puedas imaginar. “_A mi hija de seis años le asusta mi reacción ante un
inocente error.”
Con una profunda pena, me di cuenta que no quería vivir así el resto de mi vida y que no era la madre que quería para mis hijas.
A las pocas semanas de ese episodio toqué fondo. Fue un momento de
dolorosa toma de conciencia que me impulsó en un viaje de liberación
para desprenderme de las distracciones y comprender lo que realmente
importaba en la vida. Fueron dos años y medio de ir reduciendo
lentamente los excesos y las distracciones electrónicas…dos años y medio
de liberarme de los estándares de perfección inalcanzables y de esa voz
interna, guiada por las presiones sociales, que me decía “hazlo todo”.
Cuando fui abandonando mis distracciones internas y externas, la ira y
el estrés que tenía reprimidos dentro de mí lentamente se fueron
disipando. Más alivianada, fui capaz de reaccionar ante los errores y
malas acciones de mis hijas de una manera más tranquila, compasiva, y
razonable.
Por ejemplo, comencé a decir cosas como: “Es sólo jarabe de
chocolate. No pasa nada, puedes limpiarlo y la mesa de la cocina estará
como nueva” (En lugar de lanzar una mirada furiosa y poner los ojos en blanco)
Me ofrecí a sostener la escoba mientras ella barría un mar de cereales que cubría el piso.(En lugar de quedarme de pie junto a ella con una mirada de desaprobación y absoluta molestia.)
La ayudé a pensar donde podrían estar sus lentes. (En lugar de quejarme por su irresponsabilidad).
Y en los momentos en que el agotamiento y la rabia estaban a punto de
ganarme, entraba en el cuarto de baño, cerraba la puerta y me tomaba un
momento para respirar profundamente y recordarme a mí misma que son
niños, y los niños cometen errores. Así como yo también los cometía.
Con el tiempo, desapareció el temor que una vez brilló en los ojos de
mis hijas cuando estaban en problemas. Y gracias a Dios, me convertí en
un refugio al cual acudir en tiempos difíciles, en vez de ser un
enemigo de quien huir y esconderse.
No sé si hubiera escrito sobre esta profunda transformación si no
fuera por el incidente ocurrido el último lunes. En ese momento saboreé
cuan abrumadora puede ser la vida y cómo las ganas de gritar pueden
apoderarse rápidamente de mí. Estaba terminando los últimos capítulos
del libro que actualmente estoy escribiendo y mi computadora se trabó.
De pronto los últimos tres capítulos que había estado corrigiendo
desaparecieron frente a mis ojos. Pasé algunos minutos tratando de
volver a la última versión del manuscrito. Cuando eso falló, intenté
buscar si tenía guardada una copia de seguridad en la computadora. Al
darme cuenta que nunca iba a recuperar el trabajo, me dieron ganas de
llorar, y aún peor… quise rugir como un león.
Pero no pude porque ya era la hora de recoger a los niños de la
escuela y llevarlos a natación. Con gran moderación, cerré mi laptop muy
tranquila y me recordé a mí misma que podría haber tenido un problema
mucho peor que volver a escribir estos capítulos. Entonces me dije: no
hay absolutamente nada que pueda hacer sobre este problema en este
momento.
Cuando mis niños entraron al auto, inmediatamente se dieron cuenta
que algo andaba mal. “¿Te pasa algo, mamá?” Me preguntaron al unísono,
después de haber tomado un vistazo de mi pálido rostro.
Sentí ganas de gritar: “¡Perdí tres días de trabajo en mi libro!”
Tuve ganas de pegarle un puñetazo al volante porque el último lugar
donde deseaba estar era sentada en el auto. Quería ir a casa y arreglar
mi libro, no llevar a las niñas a natación, escurrir sus trajes de baño
mojados, peinar sus cabellos enredados, hacer la cena, lavar los platos y
acostarlas.
Pero en lugar de eso, dije con calma: “Me pone mal hablar en este
momento. Perdí parte del libro que estoy escribiendo. Y no quiero hablar
porque me siento muy frustrada”.
“Lo sentimos mucho”, dijo la mayor. Y entonces, como si supieran que
yo necesitaba soledad, se quedaron tranquilas todo el tiempo que
estuvieron en la piscina. Durante el resto del día estuve más calmada
que nunca, no les grité e hice mi mayor esfuerzo para no pensar en el
asunto del libro.
Al final del día, después de acostar a mi hija menor me senté al borde de la cama de la mayor para conversar un rato con ella.
“¿Piensas que podrás recuperar tus capítulos? Me preguntó.
Y ahí fue cuando comencé a llorar, no tanto por los capítulos
perdidos, ya que sabía que los podría reescribir. Sino que mi angustia
tenía más que ver con lo agotador y frustrante que puede ser escribir y
editar un libro. Había estado tan cerca del final. Sentir que se me
había arrebatado esa posibilidad fue increíblemente decepcionante.
Para mi sorpresa, mi hija se acercó y me acarició el pelo suavemente
mientras me decía unas palabras muy tranquilizadores: "Las computadoras
pueden ser muy frustrantes", "Yo podría echar un vistazo para ver si
podemos recuperar los capítulos.” Y finalmente: "Mamá, tu puedes hacer
esto. Eres la mejor escritora que conozco", " Te ayudaré en todo que
pueda".
En mis momentos difíciles, allí estuvo ella alentándome, muy paciente
y compasiva, sin aprovecharse jamás de mi momento de debilidad.
Mi hija no habría aprendido nunca a ser empática si yo hubiera
seguido siendo una gritona. Los gritos apagan la comunicación, rompen
los vínculos, hacen que las personas se separen en lugar de acercarse.
"Lo importante es... que mi mamá siempre está ahí para mí, incluso cuando me meto en problemas."
Lo importante es… que no es tarde para dejar de gritar.
Lo importante es… que los niños perdonan, especialmente si ven que la persona que aman está tratando de cambiar.
Lo importante es… que la vida es muy corta para enojarse por pequeñeces como el cereal derramado o zapatos fuera de lugar.
Lo importante es… que no importa lo que pasó ayer, hoy es un nuevo día.
Hoy podemos elegir responder pacíficamente.
Cuando lo hacemos, le estaremos enseñando a nuestros hijos que la paz
construye puentes, puentes que nos llevarán lejos de los problemas.
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